miércoles, 2 de abril de 2014

¡HASTA SIEMPRE, CENTROAMÉRICA!




La terminal de pasajeros del aeropuerto de Albrook es poco más que un pequeño hangar con una cinta transportadora en la que facturar nuestros equipajes y una sala de espera en la que pasar los últimos minutos antes de la salida de nuestro vuelo.
Cómo no, antes de embarcarnos debemos pasar por los trámites del Servicio Nacional de Fonteras (SENAFRONT), que retiene los pasaportes de los pasajeros durante alrededor de una hora antes de la partida.




La avioneta de doble hélice en la que recorreremos la distancia que separa la Ciudad de Panamá de Puerto Obaldía, última localidad panameña en la costa caribeña del Darién, tiene capacidad para unos doce pasajeros, además de los pilotos, y está prácticamente llena. 

Tomamos asiento en la parte delantera, justo detrás de la cabina, desde donde podemos ver todos los movimientos del capitán y su segundo de a bordo.



El aparato se dirige despacio hasta la posición de despegue, revoluciona al máximo los motores, se desliza por la pista a toda velocidad y se eleva suavemente de la tierra, dejándola cada vez más abajo, más lejos.
Desde el aire contemplamos la ciudad en todo su esplendor. 
Los altos rascacielos, que se ven imponentes cuando uno está a pie de calle, desde las alturas aparentan ser frágiles maquetas que forman parte de algún decorado de cine, siempre con el azul del Océano Pacífico al fondo. 
Pasamos junto a una línea de zopilotes de cabeza roja (Cathartes aura), que también se dirigen al sur en su migración anual, seguida de un par de grupos más, y esta visión provoca que nuestro entusiasmo con este viaje crezca aun más.






Es la primera vez que volamos en una avioneta de este tamaño, y es bastante diferente a los trayectos en los grandes aviones comerciales. 
Para empezar, y después de disfrutar de la panorámica de la ciudad y del vuelo en formación de aves rapaces migratorias, pasamos a baja altura sobre los bosques de los Parques Nacionales de Soberanía y Chagres, y obtenemos una fantástica –aunque breve- visión del dosel arbóreo. 


Poco más tarde son las elevaciones de la sierra de San Blas, seguidas de la selva del Darién las que regalan imágenes inolvidables a nuestras retinas. 
Pero antes de que podamos asimilarlas, nos situamos sobre la costa caribeña, donde podemos distinguir algunas de las islas del archipiélago Kuna rodeadas de arrecifes coralinos. 

Aquí la línea costera marca el límite entre la selva y el mar, ya que los espesos bosques darienitas llegan hasta la orilla, de forma que un colorido pez de arrecife puede estar a la sombra de un árbol típicamente forestal o la mismísima águila harpía (Harpia harpyja) podría tener su atalaya de caza a escasos metros de la rompiente.




Lo dicho, todos los miembros de la familia disfrutamos como niños del trayecto, y Carmen incluso divisó desde las alturas la aleta dorsal de un cetáceo que no consiguió identificar.








Poco tiempo después del despegue, estamos aterrizando en el último pueblo panameño, poco más que un par de calles formadas por casas de madera a orillas de un mar Caribe que hoy aparece en calma. 
Puerto Obaldía no sería mucho más que una pequeña aldea perdida en la selva si no fuera por su situación, que la convierte en la única alternativa para atravesar por tierra el famoso “tapón del Darién”. 
Por tierra o, mejor dicho, por agua, ya que a partir de aquí nuestro camino continúa en la lancha que recorre la corta distancia que nos separa de Capurganá, equivalente colombiano de esa última localidad centroamericana.




Escogimos esta combinación de transportes porque nos pareció la mejor opción para superar el escollo que el tapón del Darién supone para los viajeros que recorren por tierra el continente, tras descartar la travesía en velero entre las islas del archipiélago Kuna de San Blas debido a su alto precio.
Otra forma de llegar a Colombia, aparte de los vuelos en avión comercial, es en las llamadas "lanchas rápidas", la opción más utilizada por los mochileros de bajo presupuesto, y un trayecto de más de seis horas para recorrer el tramo que nosotros sobrevolamos.

La verdad es que la opción que nosotros elegimos combinando avioneta y lancha es la más económica de todas (incluso más que hacer el recorrido completo en lancha rápida), una de las más rápidas (exceptuando el avión comercial) y con una buena dosis de aventura.
Cierto es que nos hubiera gustado pasar tres o cuatro días navegando en un velero entre las islas de los indígenas kunas, paradisíacas según quienes las visitaron alguna vez, pero lo compensamos de alguna manera con nuestra estancia en los bonitos y tranquilos pueblos de Capurganá y Sapzurro, ya en el lado colombiano.



Nos despedimos de América Central, donde recorrimos en mayor o menor medida una buena parte de los ocho países que forman el istmo, para lo cual cruzamos las fronteras que los separan en 19 ocasiones.
México, Belize, Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Panamá ya forman parte del recuerdo. Un recuerdo lleno de buenos momentos, de lugares impresionantes y de encuentros sorprendentes con la fauna de la zona. 


Llegada a Capurganá, nuestro primer pueblo Colombiano

Ahora, el 5 de noviembre de 2013, a punto de atravesar nuestra vigésima frontera administrativa (siempre preparados para solucionar sobre la marcha los requisitos que puedan surgir de la burocracia fronteriza), hacemos un somero balance de las experiencias vividas y nos preparamos para nuevas aventuras, esta vez en la parte sur del continente, donde nos esperan animales y ecosistemas que todavía no hemos encontrado en este viaje.




América del Sur, ¡allá vamos!